Recuerdo con bastante claridad la primera vez que me enfrenté a una prueba de inglés. Fue como aterrizar en otro planeta. No entendía casi nada, y lo poco que decía lo hacía con una pronunciación que daba miedo. Me sentí torpe, pequeña, fuera de lugar. Pero algo se encendió en mí: esa sensación de “esto lo tengo que conseguir”. No sabía cómo, pero sabía que no quería rendirme.
Spoiler: lo conseguí. Y no, no fue solo por mi cuenta. Contar con la guía y los recursos de una escuela de idiomas como ESID idiomas marcó una gran diferencia. Fue algo más. Más simple. Más constante. Más real.
Nada de postureo: empecé por admitir mi nivel real
Antes de lanzarme a estudiar, me senté conmigo misma y fui brutalmente honesta. Me hice un test serio (de esos que no te endulzan la realidad) y sí, era A1 justo. En vez de frustrarme, decidí tomarlo como punto de partida. Aceptar eso me quitó un peso de encima. Ya no tenía que fingir que sabía más de lo que sabía. Podía aprender de verdad, desde la base. Y lo más importante: sin lagunas.
Mi rutina mínima, pero sagrada
No me puse metas imposibles. Nada de “dos horas al día” o “leer libros en inglés desde ya”. Me prometí algo más pequeño: 25 minutos diarios, sin excusas. Era un compromiso que incluso en un mal día podía cumplir.
Esto era lo que hacía:
- 10 minutos escuchando inglés (videos cortos, podcasts con subtítulos).
- 10 minutos de vocabulario.
- 5 minutos repasando algo de gramática básica o haciendo un ejercicio rápido.
La clave fue la constancia. Algunos días me entusiasmaba y seguía más rato, pero nunca me obligué. Lo importante era no romper la cadena.
Hice del inglés parte de mi vida, no una asignatura
Uno de los mayores errores que cometía antes era tratar el inglés como una obligación. Estudiaba, cerraba el libro, y adiós. Esta vez lo hice diferente: lo metí en mi rutina diaria sin ceremonias. Cambié el idioma de mi móvil, el de las redes, y hasta puse subtítulos en inglés en mis series. Al principio me perdía, claro. Pero mi oído empezó a captar cosas. Y lo mejor: no necesitaba horas extra, solo pequeños ajustes. Como ir al gimnasio poco a poco hasta que, un día, subís las escaleras sin agitarte.
No estaba sola: ESID idiomas estaba conmigo
Unirme a las clases fue un antes y un después. Al principio me moría de vergüenza, pero tener que hablar con alguien “de verdad” me empujó más que cualquier libro. De repente, el inglés no era solo una meta académica. Era la herramienta que me conectaba con personas reales, con historias reales. Empecé a perder el miedo, a equivocarme sin trauma y a reconocer acentos distintos. Y sí, saber que en las clases siempre hay alguien para charlar era la mejor motivación. Al igual que saber que en ESID idiomas tenía profesores expertos para guiarme.
Gramática, la justa y necesaria
No eliminé la gramática, pero la puse en su sitio. Nada de empollar reglas eternas. Le dedicaba como mucho 15 minutos al día, y siempre con un objetivo: usar lo aprendido. Por ejemplo, si veía una estructura nueva, la practicaba hablándola en voz alta o escribiéndola en mi diario. No se trataba de saber, sino de poder usarlo.
Hablé sola (y mucho)
Sí, en serio. Me puse a hablar sola. Frente al espejo, en la ducha, mientras cocinaba. Contaba lo que había hecho, lo que pensaba, lo que me molestaba. En inglés, claro. Al principio parecía una loca, pero fue un entrenamiento brutal. Esa práctica sin juicio me dio una soltura que ni los ejercicios más técnicos. Y encima era gratis. ¿Qué más se puede pedir?
Lo que decidí NO hacer (y fue un acierto)
Tan importante como lo que sí hice, fue lo que conscientemente dejé de hacer. Me ahorré tiempo y frustraciones evitando cosas que ya sabía que no funcionaban para mí:
- No vi series sin subtítulos hasta que tuve cierto nivel.
- No estudié listas sueltas de vocabulario.
- Y sobre todo: dejé de compararme. Cada uno avanza a su ritmo, y no tiene sentido mirar al lado.
El día que supe que era B2
Un día, hablando con una amiga extranjera por videollamada, pasaron 20 minutos y me di cuenta de que no estaba traduciendo mentalmente. Solo hablaba. Me emocioné. No por la “perfección”, sino porque ya no me bloqueaba. Me estaba comunicando, con naturalidad. Después vino el examen oficial, sí. Lo aprobé. Pero ese momento, el de sentirme cómoda y libre al hablar, fue el verdadero premio.
¿Y si esto también te sirve a ti, con el impulso de ESID idiomas?
No te voy a vender fórmulas mágicas, ni prometer resultados idénticos. Pero esto me funcionó porque no forcé nada. Adapté el aprendizaje a mí, a mis tiempos, a mis gustos. No encajé en el molde: lo rompí. Si estás pensando en mejorar tu inglés, te diría esto: empieza por ser sincero con tu nivel, comprométete con algo pequeño pero diario, y haz del idioma algo que se cruce contigo todos los días. Sin presión. Sin drama. Como si fuera un hábito más. Y considera seriamente el valor de tener el respaldo de profesionales como los de ESID idiomas.
¿Y después del B2?
No lo veo como una meta final. Es solo otra parada en el camino. Sigo viendo vídeos, leyendo, riéndome en inglés y, por supuesto, cometiendo errores. Pero ya no me frena el miedo. Ahora sé que puedo, porque ya lo hice una vez. Y si algo te puedo asegurar es esto: el verdadero cambio no está en saber más, sino en creértelo más.